Se cerraron las dos hojas del portón y también mi garganta estaba trancada con un inmenso nudo que me presionaba hasta el pecho, ya era de tarde, una tarde del mes de Julio, una tarde gris.
Cada despedida es particularmente difícil, pero ésta ha sido especialmente dolorosa. A principio de año, por el mes de Febrero, nació Tamanaco, hijo de Nube de Agua y Orinoco, mi amado Toro. También nació en Marzo Cacao, hijo de Flor de Mayo y Orinoco, por supuesto. Dos ejemplares hermosos, machos los dos. Con el correr de los días fueron creciendo y demostrando su carácter y personalidades, eran simplemente un par de toritos muy bien portados y de un carácter dócil y muy dulce. Estas dos características enamoraron a su padre, Orinoco, quien desde los primeros días demostró cierta debilidad por estos dos. No habían regaños para ellos, ni cabezasos a diestra y siniestra para educarlos. Orinoco les tenía toda la paciencia del mundo y hasta me atrevería a pensar que con orgullo los miraba jugar y divertirse en la pequeña praderita que les sirve de patio de juego a sus crías.
Transcurrieron casi 6 meses y llegó el día de partir, el día gris del potrero en el que se despiden las madres de sus becerros y Orinoco tomando su papel de macho, las acompaña y les enseña que hay que mostrar calma y fortaleza ante todo.
Pero esta tarde de domingo no fue así. Orinoco presintió, mucho antes que las vacas, que algo no era normal. Empezó a mostrar preocupación por los movimientos inusuales en el potrero. Al encerrar a los pequeños en el corral, ya su carácter empezó a dar muestras de inquietud y molestia.
Podía sentirlo, pasar horas observándolos y analizándolos me ha permitido conocerlos mucho, notaba su angustia, su actitud era la de un padre desesperado y eso me partía el corazón. Traté de consolarlo de muchas maneras, le acerqué sus bocadillos favoritos de manzana, su pasto, sus granos, en fin, nada lo distrajo, las madres estaban mucho más tranquilas que él y eso también le angustiaba. Se acercaba donde estaban ellas y a punta de cabezazos les interrumpía la comida y les llamaba hacia donde estábamos nosotros con los becerritos.
Había llegado el triste día de la separación y para ese momento ninguno de nosotros está preparado, no pueden quedarse porque por naturaleza se mezclarían madres con hijos y padre con hijas y no es bueno para ellos. A pesar de llevarlos siempre a un lugar muy hermoso donde crían ganado de esta raza miniatura, un lugar lleno de pastizales verdes y enormes, esta es su casa, aquí nacieron y es todo lo que conocen. Al subir a los pequeños al trailer donde los llevabamos a su nuevo hogar, Orinoco ya estaba iracundo, preso de la rabia y muy afectado por la separación de sus dos hijos. Empezaron a mugir todos, especialmente Orinoco, que nunca lo hace a menos que tenga mucha hambre y se me haya pasado la hora de sus granos, pero debo confesar que es más por malcriado que por hambriento, él siempre está comiendo.
Partimos a entregar a Cacao y a Tamanaco, ellos no iban contentos, pero tampoco se lamentaban como ocurre en otros casos. La verdad es que ellos habían formado un vínculo muy fuerte entre sí y se sentían acompañados y seguros. LLegamos a aquel sitio y ellos bajaron la rampa sin problemas hacia su nuevo potrero, los despedí llorando y pidendoles perdón por separarlos de nosotros. Sé que estarán felices y muy bien cuidados, pero es algo que entenderán con el paso del tiempo.
Al regresar, todo seguía igual. Orinoco continuaba molesto y ahora sí las mamás llamaban a sus becerros. Ha sido de las tardes más grises que hemos tenido en el potrero, por lo general, las tardes están llenas de paz, de un sol brillante y muy amarillo que pinta todo el potrero.
El trinar de los pájaros y las ardillas con su ir y venir indicarán el inicio de un nuevo día y Orinoco se sentará como todos los días a descansar, junto a su manada, contemplando cual rey las dimensiones de su reino.