Caía la tarde de manera inesperada, los días y las noches se juntaban y no había para qué distinguirlos, si nada nuevo pasaba. Desde aquel momento en el que recibimos la noticia de su enfermedad, la vida nos había marcado un límite, un límite para hacer y decir todo cuanto no se había dicho y hecho. Lo malo es que no sabíamos con cuanto tiempo contábamos. El contador estaba en cero, parecía como si se hubiesen borrado todos aquellos buenos y malos recuerdos, nos invadió la angustia y la desesperación por tener en las manos una solución rápida o la garantía de que el desenlace no resultara en una triste despedida.
Nada peor que sentir de lejos la pérdida de un ser amado, el cuerpo físico no se da por enterado, pero el alma sufre y no queda otro remedio que aceptar a ciegas una verdad que dejará un vacío extraño y que al no haber habido una despedida, la mente juega sin intención alguna y te descubres pensando que todo sigue igual y que no existió tal acontecimiento.
Desde aquella llamada para anunciar que las cosas no estaban bien con él, supimos que nos enfrentábamos a algo difícil. No solo por la curación de aquella terrible y cruel enfermedad, sino que había que sanar otras cosas que aún estaban pendientes.
El ser humano se empeña en enredar y complicar y luego frente a este tipo de circunstancias cae en cuenta de cuanto tiempo pierde en querer tener la razón y hacer siempre lo que a su juicio considera es lo correcto.
Lo maravilloso de todo esto fue que de manera instantánea a la cita de aquella llamada, no solo acudió el miedo con su traje gris, desgastado de tanto uso y su olor a humedad y a cuarto oscuro. Mágicamente llegaron el perdón y el amor, este último en su condición más sublime, más perfecta, porque el amor entre padres e hijos es de las cosas más difíciles de explicar, pero también de las más hermosas que se puedan sentir.
Nos tomó por sorpresa y como la guinda de un postre, era lo que faltaba para completar un plato de problemas que ya teníamos servido en la mesa y al que cada día con precaución restábamos una porción para ir disminuyéndolo, pero al no ser apetitoso y en algunos casos el trago solía ser amargo, había que ir poco a poco para garantizarnos que aunque no hacía mucha diferencia, era un paso más para finalizar la dura tarea.
Teníamos que reaccionar, sobre todo porque aunque los recursos eran pocos, al que menor partida le habían asignado era al tiempo, así que no mucho qué pensar, habría que ingeniárselas para aprovechar al máximo, antes de tomar cada quien su mochila y empezar a caminar por aquel sendero desconocido hasta el momento para todos, pero al que teníamos que recorrer antes que se hiciera tarde y tuviésemos que despedirlo sin haber logrado el propósito de aquel viaje.
Lo más importante era dejarle saber que a pesar de todo, el amor permanecía intacto, que por muy poco que pudiéramos hacer, era todo cuanto podíamos y lo haríamos poniendo nuestro corazón en ello.
Estudios médicos iban y venían, cada día era un buen día para recibir la tan esperada noticia de una esperanza de recuperación o un cambio en el diagnóstico que nos colocara frente a una enfermedad más sencilla, con un pronóstico mejor que el que hasta el momento teníamos.
Las llamadas se volvieron parte de nuestro día a día y una línea telefónica fue suficiente para llevar y traer el hilo de amor que nos unía. La comunicación fluía como nunca antes, era emocionante poder decir y escuchar sin interrupciones, sin censura, sin dudas, sin temores, en fin, las llamadas se transformaron en una terapia para todos.
Por primera vez no habían espectadores, ni jueces, tampoco deseos de discutir ni de imponer voluntades, aquellos encuentros solo ocurrían para acercarnos, para decirnos lo que nunca antes, para planear el momento de volvernos a ver, eso nos llenaba de una profunda alegría y de ilusión.
Nunca antes nos habíamos planteado su ausencia, creo que para nadie es fácil imaginar la falta de uno de sus padres, mucho menos alguien tan jovial, tan libre y cargado de energía vital. Era sencillamente un pensamiento que no nos cabía en la mente.
Los procesos de sanación no son a menudo fáciles, normalmente ocurren retrocesos y eso los prolonga, pero en este caso, como ya lo había referido anteriormente, el reloj se detuvo y todo empezó de nuevo, no habían recuerdos tristes, solo quedaba aferrarse a la idea de recuperar el tiempo perdido y, por qué no, una vez curado, vivir todo aquello que en el pasado no se pudo y quedaba por hacer.
No todas las veces las conversaciones dejaban el mismo sabor, algunas eran con sabor a risa, a alegría, otras en cambio tenían el delicado sabor de la esperanza y la fe y otras nos dejaban el sabor salado de las lágrimas y el toque amargo del dolor.
Pero había que darle ánimo y fuerzas, aunque nunca sabremos si él conocía su mal, si presentía su partida y fue más bien él quien nos dio las herramientas necesarias para transitar ese camino.
Un sube y baja de sentimientos invadió nuestros días, transcurrió exactamente un año, se acercaban los días decembrinos y con ello las fiestas y celebraciones. Para finales de noviembre nos encontrábamos reunidos con amistades y familia, festejando el día de Acción de Gracias. Su declive empezó dos días después, un día sábado por la tarde.
Esa tarde, luego de días de alboroto y bullicio, propio de las reuniones familiares, se sintió en “Caballo Viejo” algo muy extraño. Fue como si de pronto el clima nos avisara que faltaba muy poco.
Hacía mucho frío y el sol decidió recogerse temprano, habíamos quedado solos y la gente se había marchado, algunos ya no regresarían y otros solo querían dar algunas vueltas. A pesar de sus peticiones, no sentíamos deseo alguno de salir, nos quedamos contemplando la tarde y disfrutando un poco de aquel silencio, que aunque no era del todo normal, parecía acompasarse con las vibraciones de nuestras almas.
Cayó la noche y era tiempo para retirarnos a descansar, hubo una charla ligera a la hora de la cena, pero ya el ánimo estaba bastante caído. Esa madrugada a las 4:00 am, ocurrió la llamada que nos reveló, el porqué nos estábamos sintiendo de esa forma.
El tiempo se había acabado, ya no había lugar para conversaciones telefónicas, las llamadas eran con otras personas para saber de su estado, solo quedaba rezar y pedirle a Dios que nos diera la oportunidad de volver a verlo. Estaba pendiente ese abrazo y también estaba pendiente decirnos en persona, todas esas cosas que aprendimos a decirnos a través de un teléfono.
La mañana del 02 de Diciembre, nos tomó por sorpresa, cada quien ya en su lugar para iniciar nuestras respectivas jornadas de trabajo y al levantar la vista hacia el teléfono, para revisar un mensaje que acababa de hacerlo vibrar, estaba la noticia, se había ido para siempre.
Su viaje había iniciado, las personas que lo habian acompañado hasta ese momento dieron todo de sí para hacerlo sentir amado y cuidado. Nos invadió la tristeza, el vacío de una despedida imprevista, tocaba abrazar con el corazón, ya no podía ocurrir aquel encuentro físico, ya nunca más lo veríamos, aquella mañana, abordó su tren.
Nos abrazamos para llorarlo, sentimos su presencia junto a nosotros por muchos días.
Luego de una triste despedida, nos quedaba algo pendiente, soltar nuestras cargas para decirle hasta luego, y un te amo papá, que por primera vez en mucho tiempo, sería una entrega inmediata de alma a alma.